TERMINAR CON LA IMPUNIDAD, LA DECADENCIA Y LA INJUSTICIA: UN DEBER DE TODOS


Por Fernando Javier Marcos
Un nuevo episodio de características típicamente mafiosas,  otro de tantos, nos conmueve y moviliza.   ¿Algo distinto de lo que ocurre desde 1810 a esta parte?, para nada.  Nos  dominan “las mafias” y así  lo  han hecho desde el comienzo de la  historia nacional.
Entonces: ¿seremos un país sin futuro?  Nuestra obligación, especialmente por nuestros hijos,  es afirmar todo lo contrario.
Por mi parte, a pesar de la indignación y la pesadumbre que me causa la muerte del fiscal  federal Alberto Nisman, a quien como la mayoría, solo conocí a través de los medios de comunicación,  creo con honestidad que podemos ser mejores y, que para ello —parafraseando a Almafuerte— no debemos darnos por vencidos, aunque parezca que no vencieron, porque no es así.
Lo sostengo,  porque sinceramente  considero que  los malos pueden, si los buenos los dejan y, estos últimos,  en mayor o menor medida, nunca aflojan.    La garantía  es que la mayoría integramos este último grupo.  Ahí es donde se  apoya  mi esperanza.
Sobre esta tragedia personal  (para la víctima y su familia) y social-institucional  (para todos los argentinos),  entiendo  que no es lo determinante —aunque no parezca lógico—  si se suicidó o si “lo suicidaron”, si  lo indujeron al suicidio o si directamente lo   asesinaron. Lo cierto es que  la vida de un fiscal de la Nación,  que  representando a la sociedad  cumplió con su deber y denunció a quienes, según su leal saber y entender, habían cometido gravísimos delitos,   ha muerto de manera violenta a causa de ello. Y no puedo evitar  agregar  —pues es lo que  pienso—,  que para el beneficio de algunos indignos  “murió oportunamente”: su vida se truncó o fue truncada, justo un día  antes de presentarse ante el  Congreso Nacional, lo que es un dato para nada menor.
Me atrevo a sostener que todo aquel  que sea honesto intelectualmente, va a llegar razonablemente a una conclusión más o menos parecida a esta última.
Lamentablemente todo lo sucedido es producto directo o indirecto —como se lo quiera interpretar— de nuestra  propio entramado social.  No le podemos echar la culpa a ningún terrorista extranjero.  Y esto es así, aunque duela.  
Tampoco  se puede culpar a un extraño por quienes nos gobernaron o  gobiernan. Estos  llegaron al poder por el “voto del Pueblo”.  No nacieron de un repollo, ni venían montados  en un meteorito que cayó  en la Pampa hace dos siglos.  Integran una clase política que se gestó  a imagen y semejanza del electorado que los puso en el poder, o sea, nosotros.  Me incluyo,  porque  todos somos responsables,  más allá de la medida en que le corresponda a cada uno asumir esa responsabilidad y con independencia del destino de cada voto. 
Esto es así, porque  a los argentinos como grupo social —por ejemplo,  nos  preocupa más la cotización del dólar que la salud o la educación.
En lugar del respeto a las Instituciones,  la meta es muchas veces más trascendente:  comprar  una casa en un barrio de lujo de cualquier manera,  automóviles de alta gama  o camionetas 4x4 para circular por la avenida 9 de Julio o  viajar  seguido al exterior,  todo para aparentar superioridad, para alardear, para ejercer una obscena ostentación.  Créanme que la lista es larga.
En   resumen,  integramos una sociedad enferma que estima  básicamente al poder y al dinero, por sobre la dignidad humana y la Justicia. Valores como la caridad, la integridad, la honestidad, el esfuerzo constante  y tantos otros, son totalmente ignorados.
Se desprecia o se subestima la importancia del respeto a los derechos y garantías constitucionales y de la ley en general,  salvo cuando toca algún interés particular, especialmente económico.
Ciertamente,  mientras todos están preocupados y ocupados en lo intrascendente, las mafias operan. Y de vez en cuando, nos tiran algún muerto. Y  es allí, durante unos pocos días,  que tomamos conciencia de una pequeña parte de la realidad.  Pero pronto, al menos la mayoría,  se olvidará de todo y, lo que es peor, de todo lo que dijo Nisman.
Porque lo importante no es saber por qué el fiscal adelantó su vuelta, o si la Procuradora Gils Carbó lo iba a reemplazar, o si es una interna de los servicios de inteligencia. Por supuesto que todo esto se debe esclarecer. Lo vital es saber si lo que  denunció el fiscal Nisman es o no verdad.
Todo lo demás, es secundario o es fuego de distracción.
Un escritor y jurista español  dijo alguna que  “los pueblos tienen el gobierno que se merecen” (Gaspar Melchor de Jovellanos S. XVIII) y cuánta razón tuvo.   En la Argentina,  donde forma parte de su genética social, confundir  sistemáticamente  y por conveniencia “la Biblia con el calefón”,  se puede afirmar que tenemos lo que nos merecemos, ni más, ni menos.
Qué más decir.  Creer que lo que nos sucede como sociedad política es una casualidad,  solo representa una visión intencionalmente sesgada de la realidad y equivocada.  Me recuerda al enfermo que no reconoce su enfermedad y por esta razón no enfrenta el tratamiento de manera idónea y útil para recuperar  su salud.
Recuerden que fuimos advertidos desde el comienzo y no hicimos caso.
Sí,  lo hizo Mariano Moreno en el prólogo de la traducción del “Contrato Social” de Rousseau. Allí no dejó este mensaje, cuya actualidad espanta:   “Si los pueblos no se ilustran, si no se vulgarizan sus derechos, si cada hombre no conoce lo que vale, lo que puede y lo que se le debe, nuevas ilusiones sucederán a las antiguas, y después de vacilar algún tiempo entre mil incertidumbres, será tal vez nuestra suerte mudar de tiranos sin destruir la tiranía”.
No se equivocó, ni siquiera un poco. Nos  alertó  sobre lo que podría pasar, pero como buenos argentinos, no le hicimos nada de caso.  
A al punto fue ignorado, que en nuestro País se  ha naturalizado la corrupción, al extremo que no provoca vergüenza a los que participan activa y pasivamente del acto corrupto. Disculpen, voy a ser más preciso: del crimen, porque de eso se trata.
Cada vez en mayor medida  —insisto— se le da valor al  dinero y al poder que este genera,  aun cuando se sepa o se intuya que  está manchado  con sangre inocente o que su origen es directamente ilegal.
  Claro, los billetes no vienen con manchas rojas, porque son  cuidadosamente lavadas por los indignos con más dinero. Tampoco circulan con certificado de origen.
En definitiva, no sé –no creo—  que el  fiscal Nisman se haya quitado la vida por su propia mano,  como fruto de una decisión personalísima o de un estado de ánimo especial,  ajeno a los hechos que han tenido lugar en los últimos días.  
Sin embargo, de lo que no tengo dudas, es que con lo que le sucedió, queda en evidencia el ataque frontal y definitivo a las  Instituciones  que  impiden en el marco que brinda el Estado de Derecho,  el tristemente célebre “vale todo”.
Hoy,  nuevamente y con tristeza, debemos decir que en la Argentina  la vida y la dignidad humana  parecen no valer nada.
A pesar de ello y de todos los corruptos, no pierdo la fe en que al final del camino vamos a lograr como sociedad política dar una batalla certera y eficaz contra los criminales que nos acechan.
Tengo la firme  convicción de que “para encontrar justicia es necesario serle fiel: como todas las divinidades, se manifiesta solamente a quienes creen en ella”[1].

Como en 1853 y al igual que los constituyentes de entonces, nos queda invocar “la protección de Dios nuestro Señor, fuente de toda razón y justicia”,  para salir del  horno  en el que nos encontramos  y de una vez por todas, pero genuinamente, surgir como una Nación digna.
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[1]CALAMANDREI, Piero, Elogio de los Jueces, Bs. As., Ed. Librería El Foro,1997, p.65.